Hay equipos que juegan
a toquetear, otros a defender como leones, otros a atacar desmelenados, otros a
controlar cada centímetro de la cancha, otros tantos a tantas otras cosas; hay uno
que juega a ganar. Se llama Real Madrid y se diría que gana porque gana, porque
es un equipo ganador, porque eso es lo que hace. No está muy claro ni cómo ni
por qué, pero gana: casi siempre gana. Eso lo ha vuelto histórico.
Hoy jugaba la final de
la Liga de Campeones contra un equipo que parece su opuesto. Los jugadores de
la Juventus, en general, no son figurines de discoteca como Cristiano Ronaldo,
Sergio Ramos o Toni Kroos; son más bien feos, modelo leñadores o legionarios o
tipos que uno no quiere encontrarse en una calle oscura. Y son trabajadores del
fútbol: gente seria que sigue un plan meticuloso, que cubre cada metro de la
cancha, que nunca deja de socorrer a un compañero, que no confía en la divina
inspiración o en el talento innato; que cree en el esfuerzo. La Juventus pone
en la cancha una moral; el Madrid, en cambio, arma partidos felizmente
amorales: que demuestran que el esfuerzo no siempre es decisivo.
Hoy, contra el equipo
más difícil del mundo en estos días, el Madrid empezó como suele: haciendo como
que no hace nada hasta que, de pronto, hilvanó una jugada —su primera— que
terminó con Ronaldo en el área y todo el arco por delante. Iban 20 minutos y
Ronaldo cumplió con su papel, la metió, festejó solo —o acompañado de sí mismo—
y el Madrid ya ganaba.
Parecía injusto,
inexplicable. En la cancha galesa había dos equipos opuestos y complementarios:
la Juve manejaba el juego desde su arco hasta los tres cuartos contrarios —y
allí ya no sabía bien qué hacer—. El Madrid no manejaba nada pero cuando
llegaba a los tres cuartos contrarios, como sin querer, aterraba.
Pero hubo un sobresalto
de justicia. Al minuto 26 el brasileño Alex Sandro echó el mismo centro desde
la izquierda que había repetido varias veces, solo que esa vez encontró un
toque aéreo de Higuaín para dejársela a Mandzukic en una posición imposible: de
espaldas al arco de Navas, y esquinado. De ahí, con lo que solía llamarse una
media chilena, la coló en un ángulo.
Y el Madrid seguía
apático, desinteresado. Por momentos parece que jugara a jugar poco: como si
desdeñara el partido, como si supiera que iba a ganar de cualquier modo. Cuando
terminó el primer tiempo la Juventus había pateado al arco el doble y había
hecho la mitad de faltas: el porvenir le sonreía.
Pero hubo, como tantas veces,
dos partidos: es curioso cómo los mismos equipos, una misma noche, pueden armar
situaciones tan distintas. Algo debe haber hecho Zinedine Zidane en el
vestuario de Cardiff en ese entretiempo; recibió un equipo contenido y devolvió
un equipo incontenible. Si el primer tiempo había sido casi todo de la Juve
—que no supo aprovecharlo—, el segundo fue del Madrid y sí que supo hacerlo.
El Real Madrid, de
pronto, fue una tromba. Marcelo subió a jugar cerca del área contraria, Isco se
mostró y empezó a manejar, Modric se puso a mil, incluso Benzema intentó sus
cositas —y el Madrid arrinconó a la Juventus, desbordada, como sin resto
físico—. Y encima tuvo suerte, la que suele haber. A los 60 minutos Casemiro
pateó desde 35 metros una pelota suelta. Es por tiros como ese que Casemiro no
es un gran jugador: fue un zapatazo inútil, imposible. Pero la pelota se desvió
en Khedira, exmadridista, y engañó a Buffon y marcó el 2 a 1.
La Juve estaba grogui.
El Madrid, por supuesto, aprovechó: poco después Modric recuperó una pelota
distraída y tiró un centro atrás para que Cristiano se adelantara a su marca y
metiera un gol de nueve rompedor. Y ahí sí que la Juventus se rompió.
Faltaba casi media hora
y no tuvo reacción, no tuvo la pelota, no estuvo en la cancha, desapareció.
Higuaín —la vieja deuda del fútbol argentino— volvió a no meterla en una final;
Dybala —la nueva esperanza del fútbol argentino— no pesó y terminó remplazado.
Mientras, el Madrid se
divertía. Cuando ya todo se acababa, Sergio Ramos todavía tuvo tiempo para ser
Sergio Ramos: simuló que Cuadrado le pegaba, se tiró al suelo y consiguió que
lo expulsaran. Fue un detalle, la firma. En el minuto 90 la nueva esperanza del
fútbol español, Asensio, recién entrado, metió un gol, y la fiesta era
completa. Navas rezaba, Cristiano se peinaba, Zidane resoplaba con más alivio que
alegría, nadie conseguía recordar cuándo era la última vez que la Juventus y
Buffon se habían llevado cuatro goles y todos recordaban que era la primera vez
que un equipo ganaba la Liga de Campeones dos años seguidos.
Así que festejaban: la
noche tenía varios ganadores. El Madrid, por supuesto, y Zidane, el técnico
debutante más exitoso de la historia. Y, claro, Cristiano Ronaldo: había metido
dos goles en la final, se había consagrado goleador de la Champions por quinta
vez y había completado diez goles en los cinco últimos partidos del torneo. Era
el éxito absoluto de su reconversión: de aquel siete eléctrico que quebraba
marcadores a fuerza de bicicletas y aceleraciones a este oportunista
extraordinario, un nueve incomparable.
Ahora Cristiano es una
metáfora de cierta idea de la modernidad: eficacia, la mayor eficacia. Ahora
toca quizá diez o doce pelotas por partido, y convierte en goles una de cada
cuatro o cinco. Se ha vuelto un héroe avaro, portentoso y esta noche se aseguró
su quinto Balón de Oro.
Pero sigue sin paz: en
medio de los festejos corrigió a la periodista de radio que lo entrevistaba
porque dijo que él le había hecho dos goles al Atleti —y eran tres—. “Sportivo
Ganar” no existiría si no estuviera él; él, sin embargo, siempre teme que no se
note lo suficiente.
Publicado en el New York Times, el 4 de junio, 2017.
Comentarios
Publicar un comentario